Un cambio sustancial en la gestión empresarial del trabajo en las últimas décadas se relaciona con la reordenación de los sujetos productivos bajo un principio de equivalencia. Con Danièle Linhart, llamamos a esto una “batalla identitaria”. Tras esta batalla, subyace la idea de la empresa como una “comunidad imaginada”, similar a la concepción nacionalista de comunidad nacional:
- La identidad de empresa inventa comunidad donde no existe, y su definición “no debe distinguirse por su falsedad o legitimidad, sino por el estilo con el que son imaginadas”.
- Esta comunidad se imagina, independientemente de las desigualdades y la explotación internas, “concibiéndose siempre como un compañerismo profundo, horizontal”.
Así, la nueva gestión empresarial busca crear una “ciudadanía empresarial”, emulando el proyecto ideológico nacionalista, especialmente en cuanto al esfuerzo y sacrificio para solidificar una comunidad en torno a un ideal trascendente. La empresa, en tiempos de globalización difíciles y competitivos, busca este espíritu de sacrificio derivado de la identidad comunitaria, convirtiéndose en “un laboratorio cultural de producción de sujetos, de modelado o acuñación de los comportamientos que las gerencias empresariales consideran positivos productivamente”.
Las transformaciones del trabajo: entregados en cuerpo y alma
Bajo esta batalla identitaria, subyace una transformación del trabajo vinculada a las nuevas formas organizacionales que exige la reestructuración productiva para adaptarse al nuevo régimen de acumulación global y flexible. Con una creciente descentralización que encadena fases dispersas en unidades productivas diseminadas, se redefine la organización del trabajo bajo parámetros tayloristas. Nuevos conceptos organizacionales toman forma:
- Centralidad del trabajo inmaterial y comunicativo: Se traduce en requerimientos de “trabajo con sonrisa”, entrega emocional, gesticulación y movimientos corporales, elegancia y vestimenta; en definitiva, disponibilidad hacia el cliente. La “sonrisa” representa cómo la felicidad se convierte en un imperativo de la ideología económica al ser signo de la mercancía. También destaca el creciente peso del “capital erótico”.
- La creciente inmaterialidad e indefinición de los perfiles de las tareas facilita una organización flexible del trabajo donde la polivalencia y la responsabilidad del empleado cobran relevancia.
El control difuso y total en el espacio de trabajo
Esta transformación se basa en un encadenamiento creciente de operaciones, reforzado por el cumplimiento de estándares y protocolos que definen la satisfacción del cliente. El espacio de trabajo es una cadena de producción con tiempos y ritmos sincronizados y asignados. Las prácticas empresariales desarrollan formas flexibles de gestión del trabajo para la movilidad obrera, intensificando o acelerando el ritmo, o estableciendo una vinculación “ligera” con los puestos mediante contratos eventuales, empresas de trabajo temporal o subcontratas. Este espacio de trabajo no requiere los viejos controles jerárquicos tayloristas. Al no existir la rígida división entre mando y ejecución, con sus prescripciones, el control parece disiparse. En realidad, se ha dispersado. Los nuevos modos de gestión, basados en la calidad, estimulan la implicación de la clientela en el control. Las “encuestas de satisfacción del cliente” son un llamamiento a la clientela para que se implique en el control de los trabajadores, exigiendo lo que esperan. Esta lógica no sigue el modelo panóptico. En estas nuevas formas de control flexible, la figura del vigilante no existe, su función se ha fragmentado y “democratizado” para que nuevos actores participen. No hay prescripciones taylorianas, pero el nivel de exigencias aumenta. El control, al no estar concentrado, deriva de un encadenado de interacciones que se extiende por toda la organización, hasta el propio cliente. El trabajador también se implica en el control, lo interioriza y lo encarna.
La experiencia de trabajo
Estas realidades contrastan con la promesa de felicidad y satisfacción personal que acompañó a las redefiniciones del trabajo. Berardi llama “ideología felicista o de la felicidad” al discurso cultural de la “nueva economía”, que promete “felicidad individual, éxito asegurado, ampliación de horizontes de experiencia y conocimiento”, invisibilizando las contrapartidas sobre el trabajo, donde la superentrega e implicación exigidas a menudo se convierten en abuso.